Mi
primera entrada sobre Fitbit la escribí en junio de 2012, tras una primera prueba de tres semanas de
un dispositivo que cambió muchos de mis planteamientos vitales en torno a la alimentación y el ejercicio, y me llevó a
estabilizar en pocos meses mi peso en torno a los 83 kg cuando venía de estar en torno a los cien (nótese, por favor, que no pretendo llevar a nadie a suponer que los resultados de utilizar un dispositivo cuantificador sean necesariamente esos, sino simplemente que la combinación de ese tipo de dispositivos con una personalidad con rasgos obsesivo-compulsivos como la mía sí fue capaz de conseguirlos). Más de tres años y medio después, sigo utilizando fielmente los dispositivos de Fitbit, no manifiesto el más mínimo síntoma de esa presunta “
fatiga de los wearables” que dicen afecta a un importante porcentaje de usuarios, y considero esos dispositivos un elemento fundamental de referencia en mi vida: hoy, me encontraría verdaderamente incómodo sin un registro objetivo y constante de mi actividad diaria.
Hace algunas semanas, por otro lado, empecé a utilizar el Apple Watch, un dispositivo que me resultaba interesante pero al que me había resistido con la idea de esperar hasta al menos su segunda generación. El modelo de Fitbit que llevaba entonces, un
Surge, tenía muy poco sentido combinado con el Apple Watch: llevar dos relojes al mismo tiempo tenía escaso sentido y sonaba más a una extravagancia que a otra cosa, y sin embargo, comprobé en seguida que las prestaciones del Apple Watch como cuantificador de mi actividad me resultaban claramente insuficientes. No solo no mantenía un verdadero registro en tiempo real de mi pulso, sino que los registros de actividad (tiempo en movimiento, ejercicio y tiempo de pie) se me hacían muy relativos, muy poco rigurosos en comparación con los para mí más familiares del Fitbit (pasos, kilómetros, pisos, calorías gastadas).
Mi resistencia a prescindir del Fitbit tenía que ver, además, con otros factores: la necesidad de cargar el Apple Watch todas las noches, y por tanto, de quitármelo, hacía que no pudiese utilizar el dispositivo para tener alguna indicación sobre la calidad de mi sueño, al tiempo que perdía una de las prestaciones que me resulta más útil: la de despertarme con una discreta vibración en la muñeca. A lo largo de los años, me he acostumbrado ya tanto a despertarme así y me resulta tan eficiente (sigo dejando una alarma puesta en el
smartphone por si acaso diez minutos después, pero no la he tenido que utilizar ni un solo día), que era sencillamente algo que no quería perder. La solución adoptada fue volver a un modelo de Fitbit anterior, el
Charge HR, y cambiarlo a la otra muñeca, con el fin de mantener mis registros en ambos dispositivos. Llevar un reloj en una muñeca y una banda en otra resulta algo más razonable que llevar dos relojes, y me permitía evaluar las posibilidades y utilidad de ambos dispositivos.
Unas semanas después de iniciar la experiencia, los resultados son curiosos. Por un lado, parece claro que la forma de medir de ambos dispositivos es diferente en términos de precisión. Las lecturas de actividad tienen, lógicamente, correlación, pero poco que ver en términos absolutos. Todo indica que el Fitbit evalúa como pasos cosas que no necesariamente lo son: gestos con las manos y movimientos de otros tipos que no necesariamente implican el consumo de recursos que supone caminar. Dado que el cálculo de la distancia en el Charge HR se realiza mediante una simple multiplicación del número de pasos por la longitud de un paso medio, salvo en el caso del Surge, que tiene GPS, el cálculo de distancia también tiene sus limitaciones en términos de precisión. La frecuencia cardíaca, a pesar de
la reciente denuncia colectiva de algunos usuarios a la compañía, no me resulta especialmente imprecisa, y suele coincidir razonablemente bien con la del Apple Watch.
Con la precisión de las métricas tengo un problema, que soy consciente además de que va a sonar extraña: me da igual. No soy sensible al incremento de precisión como argumento. En realidad, considero que es completamente indiferente, al menos para mí, que la métrica de actividad obtenida sea más o menos precisa. Siempre que el error sea estándar, y claramente lo es, lo que yo necesito es una métrica, la que sea, que me permita comparar mi actividad con mis objetivos (y eventualmente, a efectos de motivación, con los de otras personas). Que la métrica sea especialmente precisa, por tanto, me afecta muy poco, salvo que fuese directamente absurda o variase en función de factores imposibles de anticipar. En general, me llega con saber que si un día mi Fitbit muestra que no he llegado a cinco mil pasos, es que me lo he pasado fundamentalmente sentado delante del ordenador, y eso es malo para mi salud y debo tratar de salir a caminar o de hacer ejercicio de alguna manera.
Para ese tipo de métricas, por tanto, el Apple Watch podría llegar a servirme, aunque me resulte más incómodo por una simple cuestión de familiaridad con los parámetros y la forma de mostrarlos. El principal factor diferencial para mí, por tanto, es la duración de la batería. Los dispositivos de Fitbit anteriores al control de la frecuencia cardíaca duraban en torno a una semana, y francamente, casi te olvidabas de que funcionaban mediante electricidad. Los que llevan lector de pulso me duran sensiblemente menos, entre tres y cuatro días, me solía resultar más incómodo ponerlos a cargar cuando me lo solicitaban, y opté simplemente por cargarlos todas las mañanas, el rato que paso entre el afeitado y la ducha. Con eso resulta más que suficiente para llevar el dispositivo siempre en el tercio superior de carga, y es un hábito que me resulta sencillo mantener. Frente a eso, la necesidad de cargar el Apple Watch todas las mañanas supone una clara desventaja. Aunque ni un solo día me he encontrado teniendo problemas de batería con el dispositivo, y habitualmente cuando lo pongo a cargar está siempre por encima del 30%, la necesidad de retirarlo de mi muñeca durante la noche, como comentaba anteriormente, me resulta molesta.
Por supuesto, el Apple Watch resulta un dispositivo infinitamente más versátil que un Fitbit, que de hecho, está encuadrado en una categoría diferente (productos de
fitness frente a
smartwatches). En ese sentido, la posibilidad de utilizar el Apple Watch como avisador de actividad me parece interesante: en el caso del Fitbit, la prestación de identificador de llamadas aporta una función interesante al dispositivo, pero obviamente, no tiene nada que ver con la utilidad que yo denomino “pantalla subrogada” de un verdadero
smartwatch. En las semanas que llevo con él, sin embargo, debo admitir que aunque me resulta razonablemente cómodo recibir alertas en mi muñeca cuando recibo un correo electrónico, cuando tengo una llamada o
cuando mi equipo marca un gol, por poner algunos ejemplos, la realidad es que esa comodidad es, de manera objetiva, bastante prescindible. Entre notar la vibración en el bolsillo y notarla en la muñeca, la verdad, la diferencia es poca, y en la mayor parte de los casos, además, tras ver el aviso en la muñeca, procedo a echar mano al bolsillo para actuar sobre el aviso en el
smartphone. Visto así, aunque pueda pensar en la utilidad, por ejemplo, para una mujer acostumbrada a llevar su
smartphone en el bolso, para mí resulta posiblemente interesante, pero decididamente, no definitivo.
Este tipo de planteamientos son, me parece, algunos de los que están en juego a la hora de definir el interés del
smartwatch de cara al futuro. Por un lado, resulta llamativa
la ausencia de énfasis en la categoría en el reciente CES de Las Vegas, un síntoma claro de que las propuestas de valor de ese tipo de dispositivos distan mucho de estar maduras. Por otro, las fronteras no están en absoluto claras: la propia Fitbit acaba de experimentar
una importante caída en su cotización tras
presentar su nuevo Blaze, sencillamente porque sus inversores juzgaron que en lugar de tratarse de un
fitness watch, se trataba de un
smartwatch completo, y lo juzgaron escaso en prestaciones frente a
smartwatches de precios razonablemente equivalentes. En realidad, hablamos de dispositivos encuadrados en categorías diferentes, pero ¿existe mercado para ambas categorías, o en realidad el mercado está esperando una convergencia que no termina de producirse y, por tanto, apostar por una estrategia de nicho es una estrategia que eventualmente podría terminar por matar a Fitbit? Recordemos que una verdad fundamental del marketing es que las categorías de productos no las crean las compañías, sino la percepción de los consumidores…
Las respuestas a estas preguntas son complejas, y difíciles de anticipar. Por el momento, el Apple Watch visto como dispositivo cuantificador de mi actividad me obliga a prescindir de prestaciones que aprecio, y la función de pantalla subrogada, aunque interesante, no me termina de resultar definitiva como utilidad. Por otro lado, es posible que, como cliente, esté relativamente “pillado en el medio” en cuanto a la segmentación de ese mercado: no soy un deportista serio que podría encontrar atractiva la posibilidad de salir a correr únicamente con un Fitbit en la muñeca (aunque algunos de sus dispositivos tienen GPS propio y lo permiten, la realidad es que terminaba saliendo con el
smartphone en el bolsillo), y la costumbre hace que las prestaciones del Apple Watch como
fitness tracker se me queden escasas. La
expulsión de los dispositivos de Fitbit de las tiendas Apple en octubre de 2014 indicaba claramente que la compañía de la manzana los consideraba competidores, aunque estrictamente pueda no ser así. Por el momento, creo que seguiré con uno en cada muñeca. Pero la respuesta del mercado en el futuro, indudablemente, no va a ser esa.